Era una noche estrellada de sonrisas la que daría fin a mi día, ese que terminaría con un gran acontecimiento, justo cuando yo deambulaba en el espacio del tiempo límbico de mi corazón, atrapado en el silencio de todas las cuestiones de un sentimiento que nació a través de unos dulces iris, unos que me desafiaban a conocer su alma, a mirar más allá de la simple figura femenina, más allá del simple deseo de los cuerpos, más allá de lo que uno es capaz de dar en tan poco tiempo.
De un momento a otro, cuando todo se vestía de luto, llegó una señal de lo más alto del firmamento, como una invitación para algo sabor a cielo, con todas esas dudas que te hacen filosofar sobre el dar un sí o no, duda que nace por más que exista un suspiro que te incita a volar sin éxito, debido a que tienes los pies atados a las rocas de las preguntas, sin el más mínimo remordimiento o miedo de que pronto se podría acabar la invitación que recargaba de esperanzas a los suspiros y sonrisas.
Por la noche ella vino por mí, sin saber adónde íbamos a ir, pero vino dispuesta a morir en el intento. Vino con ese corazón en la mano, con ese espíritu que intentaba escapar del mundo solo para ser feliz, aunque fuera un solo instante; y yo la recibí con todos los miedos que puede significar estar a su lado, puesto que los muertos presienten cuando llega su hora.
Subí a su destartalada moto y emprendimos la marcha, rumbo a las calles de la ciudad, sin saber exactamente a dónde. Conversamos un poco sobre lo que íbamos a hacer, analizando opciones y posibilidades económicas para sobrevivir a la noche que amenazaba con una muerte irremediable.
Después de andar divagando por la ciudad, ella recordó una zona que podía albergarnos por aquella noche. Tal parece que todo estaba escrito en el libro del destino, para que ella y yo llegáramos a morir en el Paraíso de esa tierra, pues alguna vez había oído decir que “Dios escribe en renglones torcidos”, y fue así cómo lo sentí es noche.
Ingresamos al “Edén”, justo segundos después de medianoche, cuando el encanto se le había terminado a la princesa del cuento, logrando ingresar a la habitación con su belleza natural, reflejando igualdad entre los dos, dos cuerpos cargando sus almas desnudas, desnudas para poder tocar el cielo del momento, para alumbras los instantes que disfrutaríamos con cada segundo.
En ese momento, nuestros cuerpos estaban juntos, enlazados sobre las sábanas que absorbían la fuerza de nuestra incandescente pasión, mientras nuestras almas emprendían la fuga del cielo, descendían de él para estar presentes en el paraíso del momento, donde nuestros cuerpos arderían en el fuego de la pasión infernal, de las ganas de movernos al ritmo del deseo, ese mismo que incineraría toda ganas de retomar un nuevo encuentro, porque ya habíamos alcanzado el máximo nivel del amor instantáneo.
Luego del descenso orgásmico nos pusimos a conversar de cualquier cosa por un periodo corto, para ir alejando nuestras vidas del mañana que nunca llegaría a juntarnos, porque en ese momento ambos estábamos huyendo de lo que habíamos guardado muy dentro del corazón, algo que teníamos que atesorar dentro de una fortaleza interior, muy en el fondo de nuestro ser, para no salir lastimados, porque los instantes suelen ser hermosos, pero también una peligrosa bomba de tiempo; razón por la cual solos nos entregamos nuevamente al goce del cuerpo, para que nuestra unión física quemara los sentimientos.
Cuando los primeros rayos del sol se manifestaron por la ventana decidimos alistarnos para escapar del “Edén”, nos cambiamos, mientras le preguntaba ¿qué era esa noche para ella? “Un momento mágico. El deseo de ser uno al mismo tiempo. Porque es la máxima expresión de lo inmensamente feliz que me hace estar contigo, a tu lado. Ser parte de ti. Sentir lo mismo a un solo latir.”, me iba diciendo, porque realmente estábamos muriéndonos de amor esa noche, razón por la cual teníamos el corazón muy acelerado, debido a que ambos teníamos un amor, un amor que tenía sus pasos contados, porque no podían llegar al tiempo futuro, no tenían más tiempo, porque el tiempo se nos terminó en el “Edén”, donde nos entregamos hasta quedarnos sin aliento, hasta expirar todos nuestros deseos, para finalmente entregarnos un fuerte abrazo, un abrazo que nos haría cambiar la letra de una canción, porque cambiaría el medio de transporte, mientras “la moto que nos separa se aleja más y más”, porque yo pronto me iría de la ciudad.
Macv Chávez
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